La vida de los muertos by Ángel Zúñiga

La vida de los muertos by Ángel Zúñiga

autor:Ángel Zúñiga [Zúñiga, Ángel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1963-09-09T00:00:00+00:00


PSICOANALISTAS

A María Rosa y José Vergés

con mucho cariño

El doctor Villegas recibía las visitas de cuatro a seis de la tarde. Parapetado tras la mesa de su despacho, repasaba los historiales de los pacientes visitados el día anterior. Parecía muy preocupado y en su frente, tostada por el sol, se le marcaban hondas arrugas. Descansó, se quitó los lentes, dejándolos un momento sobre el cristal de la mesa; se pasó la mano por los ojos y se detuvo a meditar. Seguro que hoy también tendría un día de mucho ajetreo. Isabel, la enfermera, le había dicho que la sala de espera estaba llena. Neuróticos, paranoicos, esquizofrénicos, se miraban unos a otros con disimulada curiosidad mientras esperaban el turno para explicar al médico lo insólito de su caso.

—¡La sufriente humanidad! —⁠pensó, mientras, de nuevo, se calaba los lentes.

Abrió un cajón y metió en él los documentos; lanzó un suspiro y llamó. Isabel compareció en seguida. Era una mujer muy bonita, extremada en el arreglo de su cara y que siempre llevaba la falda del uniforme de enfermera extremadamente corta.

—Isabel, haga usted el favor de hacer pasar al primero.

Al dar la orden, el doctor Villegas la miró por encima de los lentes. Isabel sin abrir la boca, sonrió, como lo hacía Mona Lisa; luego, dio media vuelta y se dirigió hacia la sala de espera. El doctor todavía pudo darse cuenta de lo corta que llevaba la falda y de cómo movía, al andar, las piernas, con cierto descaro agresivo. Grave, meneó la cabeza; en seguida, con la mirada expectante, se echó atrás en el sillón en espera del paciente.

Entró un hombre de unos cuarenta años. Su aspecto físico era imponente; muy alto, desgarbado. Saludó como si no estuviese seguro de lo que hacía.

—Buenas tardes, doctor.

El doctor se levantó, acercándose a él con actitud afable. Se dio cuenta del nerviosismo del nuevo paciente.

—Buenas tardes. Sosiéguese. Siéntese aquí; póngase cómodo. No tiene que preocuparse. Soy un amigo; un verdadero amigo.

Le miró antes de sentarse, todavía desconfiado. Le daba vueltas y más vueltas al sombrero. De soslayo, intentó examinar al doctor; éste le dio unas palmaditas en el hombro que lejos de tranquilizarle, aumentaron su sobresalto.

—No se asuste. Deme el sombrero. Ande, vamos; sea usted complaciente. Ya verá. No me como a nadie.

El extraño individuo forzó en la boca una tímida sonrisa.

—No, si no tengo miedo; si lo tuviese, no estaría aquí. Yo sé que usted puede curarme. A eso he venido. Exponiéndome a que… —⁠se calló; había hablado con precipitación; pareció pensar lo que iba a decir y añadió⁠—: Debe curarme.

El doctor Villegas se sentó a su lado.

—Claro que lo haré. Esté usted seguro.

Más tranquilo, el enfermo echó una mirada alrededor suyo. Quería cerciorarse de que nadie los veía, de que estaban solos.

—Sí, estamos solos —aclaró el doctor al adivinar su temor⁠—. Nadie nos oye; puede confiar sin miedo alguno; no nos escucha nadie.

El sol de la calle apenas se filtraba por los visillos. Del exterior no llegaba ruido alguno. Parecía como si el



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